- Cadáveres velados sobre la misma mesa en la que se almorzaba, buenas “comilonas” durante y después del velorio y toscos cajones de madera fabricados por los mismos obreros constituían la antesala al entierro en la pampa.
Pese a las precariedades de la vida obrera en las salitreras del norte de Chile a fines del siglo XIX e inicios del XX, el fallecido(a) debía ir siempre impecable traje al cajón, incluso con elaborados peinados para las damas, y gomina para la cabellera del difunto varón.
La mayoría de las costumbres funerarias entre los obreros de la pampa no dictaba diferencia con las del campesinado del sur del país, pues la gran masa laboral que picaba el caliche en el desierto eran emigrados de las zonas centro y sur, trayendo consigo sus costumbres.
Ejemplo de esto, es que para los velorios de los recién nacidos se acostumbraba a realizar la “ceremonia del angelito”, que consistía en sentar el cadáver del menor sobre una silla sobre una mesa en medio de la sala ataviado como un ángel, con alitas de cartón pegadas a su espalda.
Sobre este hecho, el investigador y periodista Isidro Morales Castillo expone en su crónica “Los desaparecidos ritos funerarios de la Pampa Salitrera” (donde entrevistó a antiguos testigos de estos ritos) cómo se realizaban las despedidas de los infantes.
“Alicia Castro expresó que ‘cuando morían las guaguas las sentaban en una sillita, las pintaban y colocaban una coronita. Las arreglaban bien bonitas, con alitas. Detrás del bebé ubicaban una sábana a la que colocaban estrellitas y lunas. Después, algunos niños le bailaban con un pañuelo y tamborcito. Parece que era una tradición que llegó a (la oficina salitrera) Cala Cala desde Andacollo. Luego el angelito era puesto sobre la mesa para ser velado y en la noche colocaban velas. Al día siguiente lo ponían en un cajón malacatoso, no como los de ahora. Estos cajones eran hechos por los carpinteros de la oficina. Madera corriente y clavos nomás. Después lo llevaban a pie al cementerio de Pozo Almonte para ser sepultados».
Velorio del obrero pampino
A no ser de que el fallecido hubiese muerto destrozado en alguna faena (como los que eran víctimas de las explosiones al dinamitar el caliche) o producto de la peste bubónica, el cadáver era ataviado con sus mejores trajes (y si no lo poseía, se le compraba para la ocasión), y era tendido sobre la mesa del comedor para ser contemplado por última vez.

Respecto a esto, Morales Castillo citando a otro testigo de uno de estos velorios en la oficina salitrera de Cala Cala (región de Tarapacá) da cuenta en su crónica que:
“Cada vez que moría un hombre, éste era vestido de manera formal y con corbata. Lo peinaban y echaban gomina. Luego lo ubicaban sobre una mesa, que era cubierta con una sábana. Esta mesa era la misma que se usaba cada día para servir la comida. En una de sus esquinas tenía un hoyito donde se ponía la máquina para moler carne, que se utilizaba cuando era necesario. El finado era velado toda la noche, mientras que en el patio de la casa había ‘comilona’. Enterraban al muerto y al otro día se seguía comiendo en la misma mesa”.
Estas “comilonas” generalmente consistían en enjundiosas cazuelas de gallina acompañada de licor y vino. Según testimonios recogidos en la vasta literatura pampina, estos velorios tenían un tono más festivo que lúgubre. Incluso era común ver al dueño o administrador de la salitrera acercarse hasta la vivienda donde era velado el caído, para dar el pésame a la viuda y, acto seguido, le regalaba en señal de contención emocional un trozo de queso o jamón, todo un lujo para los obreros de la época.
Ya para el sepelio, el cuerpo era colocado dentro del tosco cajón, se ‘claveteaba’ la tapa y luego se transportaba en una carreta calichera engalanada con crespones negros hasta el camposanto apostado en las afueras de la oficina salitrera. Cuando el muerto era autoridad (capataz, patrón, administrador) generalmente el cortejo era seguido por caballos.

Inhumado el finado (nombre común por lo cual los viejos obreros se referían a un fallecido, como también ‘fiambre’) se regresaba a la vivienda de los deudos y se seguía con las comilonas, evocando recuerdos del recién sepultado.
Día de Todos los Santos
De acuerdo a múltiple literatura y tradiciones orales de pampinos que hoy recuerdan su oficina abandonada, la previa del 1 de noviembre se conmemoraba con la asistencia a misas y diversos servicios religiosos realizados en las capillas o ermitas existentes en las oficinas salitreras.
Era común que el obrero junto a su familia asistiera a esta jornada de reflexión y recuerdo. Era el único día donde ricos y pobres se juntaban. Como mencionamos, para honrar la memoria de los difuntos, arreglos florales y diversas ofrendas eran puestas en las tumbas de los seres queridos. Y pese a las condiciones extremas, siempre un arreglo floral daba color a estos espacios de memoria en una tradición que aún se mantiene con las “Flores de Hojalata”.
En el libro “Sepulcros y Difuntos” de Abel Rosales (1888), comenta que en el Cementerio General de Santiago la previa del Día de Todos los Santos se celebraba de buena manera. Parafraseando al autor, era un “18 chico” donde la alegría embargaba a las familias y las comidas abundaban: vino, aguardiente, chicha, alfajores para los niños, emparedados varios, y empanadas eran parte del agasajo. No obstante, Rosales recuerda que en una oportunidad se vendió las “empanadas de difuntos”: ante la escasez de vacuno, los vendedores profanaban las tumbas de la necrópolis para adquirir material y venderlo a las familias. ¿habrá ocurrido este evento en las calicheras?
Aquí hay más historias 👇